A un centenar de millas de San Juan, el bullicio y los resorts de la isla del noroeste, la vida se mueve más lento, y las tradiciones emergen de las profundidades para hacerse notar como nunca antes.
En la playa es posible ver alguna ballena jorobada, que reemplaza el típico paisaje repleto de discotecas y casinos, aquí tan sólo las olas y el silencio dan vida al paisaje, las plantaciones de café, las mansiones repartidas a cierta distancia del mar, y el implacable silencio, que invade hasta los huesos de quién pasa las noches allí, esperando a un nuevo día.
El encanto de estos sitios cercanos a la Península, en la costa oeste de la histórica ciudad de Ponce, lejanos a las grandes urbes de Puerto Rico son distintos a todo lo conocido. Hay quienes regresan una y otra vez cada año, a recorrer el lugar como si fuese ya parte de su vida que deben ver cada cierto tiempo.
Alguno que otro visitante se anima a practicar surf, y un amable poblador, se encarga de arrendar las tablas, rememorando siempre el Campeonato Mundial de Surf de 1968, como intentando regresar aquel tiempo al momento actual, sin éxito, por lo visto.
Por el lugar, se hace una Ruta Panorámica, que abarca 165 kilómetros de caminos escénicos en la parte más alta de la isla, observándose pintorescas colinas, un bien conservado bosque, tranquilos paradores y posadas. Estas zonas no son masivas, ni las preferidas de los turistas de fin de año, sino más bien, son lugares predilectos para aquellos que buscan experiencias distintas y fuera de lo común.
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